19 de noviembre de 2010

Rokuro-kubi: Fragmento de "Kwaidan, cuentos fantásticos del Japón"

Grabado de Yoshitoshi Taiso
Hace casi quinientos años había un samurai, llamado Isogai Hêïdazaëmon Takétsura, al servicio del Señor Kijuki, de Kyûshû. Este Isogai había heredado, de múltiples ancestros guerreros, una aptitud natural para los ejercicios militares, así como un extraordinario vigor. Ya en la infancia excedía a sus maestros en el arte de la espada, en el manejo del arco y de la lanza, y hacía gala de todas las virtudes de un soldado diestro y audaz.

Más tarde, en épocas de la guerra de los Eikyõ (1), se distinguió a tal punto que fue merecedor de grandes honores. Mas, al abatirse la ruina sobre la estirpe de los Kijuki, Isogai se quedó sin amo. Pudo haber entrado sin dificultad al servicio de otro daimyõ; pero como jamás había procurado la gloria en beneficio propio, y como su corazón permanecía fiel a su antiguo señor, prefirió abjurar del mundo.
Se rasuró el cabello y se hizo monje viajero, adoptando el nombre budista de Kwairyõ. Pero, bajo la koromo (2) del sacerdote, Kwairyõ conservó siempre un ardiente corazón de samurai.

Si anteriormente había desdeñado las asechanzas del enemigo, también ahora se burlaba del peligro; y viajó, bajo cualquier clima y en cualquier estación, para predicar la buena Ley en regiones donde ningún sacerdote se habría aventurado. Pues eran épocas de violencia y desorden; y en los caminos no había seguridad para el viajero solitario, aunque se tratara de un monje.

En el curso de su primer viaje largo, Kwairyõ tuvo ocasión de visitar la provincia de Kai. Una noche, mientras atravesaba las montañas de esa provincia, la oscuridad lo sorprendió en un paraje muy solitario, a varias leguas de cualquier aldea. De modo que se resignó a pasar la noche a la intemperie; halló un pastizal apropiado junto al camino, y se preparó para dormir. Habituado a una vida rigurosa, aun la roca desnuda era un buen lecho para él, a falta de algo mejor, y la raíz de un pino, una almohada excelente. Su cuerpo era de hierro, y jamás lo inquietaban el rocío, la lluvia, el granizo o la nieve.

Acababa de acostarse cuando un hombre apareció en el camino, con un hacha y un haz de leña recién cortada. El leñador se detuvo al ver a Kwairyõ en el suelo y, después de observarlo un instante sin decir palabra, exclamó con enfático tono de asombro:

-¿Qué clase de hombre sois, buen señor, que os atrevéis a dormir solo en semejante lugar? Aquí abundan los espectros... ¿No teméis a las Criaturas Velludas?

-Amigo mío -respondió animosamente Kwairyõ-, soy sólo un monje errabundo, un “Huésped del Agua y de las Nubes”, como dice la gente: Un-sui-noryokaku. Y no temo en absoluto a las Criaturas velludas... si te refieres a las zorras, los tejones, o duendes de esa especie. En cuanto a los lugares solitarios, me gustan; son propicios a la meditación. Estoy acostumbrado a dormir al aire libre, y he aprendido a no padecer ansiedades.

-Sin duda sois hombre de coraje, Señor Monje -respondió el leñador- ¡Acostaos aquí! Este sitio tiene mala reputación... muy mala. Pero, como dice el proverbio, Kunshi ayakuki ni chikayorazu (El hombre superior no se expone innecesariamente al peligro), y os aseguro, señor, que dormir aquí es muy peligroso. Por tanto, aunque mi hogar es sólo una choza maltrecha y desvencijada, permitidme rogaros que me acompañéis en el acto. Nada puedo ofreceros para comer, pero al menos tendréis un techo bajo el cual dormiréis sin riesgo.

Habló con firmeza, y Kwairyõ, conmovido por la amabilidad de este hombre, aceptó su modesta oferta. El leñador lo guió por un estrecho sendero que salía del camino principal para internarse en la foresta de la montaña. Era un sendero áspero y peligroso; ya bordeaba profundos precipicios, ya se limitaba a una red de resbaladizas raíces, ya afrontaba rocas filosas y abruptas. Pero al fin Kwairyõ se halló en el claro de la cima de un monte, bajo el esplendor de la luna; y vio ante él una choza pequeña y desvencijada, en cuyo interior brillaba una luz alegre. El leñador lo condujo a un establo detrás de casa, donde el agua de un arroyo cercano afluía mediante canales de bambú; y los dos hombres se lavaron los pies. Detrás del establo había un huerto y un bosquecillo de cedros y bambúes; y detrás de los árboles relucía una cascada, despeñándose desde las rocas para mecerse a la luz de la luna como un tenue sudario.

Al entrar a la cabaña, Kwairyõ vio cuatro personas -hombres y mujeres- que se calentaban las manos ante una pequeña hoguera que ardía en el ro (3) del cuarto principal. Todos se inclinaron ante el sacerdote, saludándolo con sumo respeto. Sorprendióse Kwairyõ de que gentes tan humildes y apartadas conocieran las fórmulas de la cortesía. “Esta es gente bondadosa -pensó para sí-, y alguien que conocía las normas de la hospitalidad ha de habérselas enseñado”.

Luego, volviéndose a su anfitrión -el aruji o señor de la casa, como lo llamaban los demás-, dijo Kwairyõ:

-De la delicadeza de tu lenguaje, así como de la cordial bienvenida que me ofrece tu gente, infiero que no siempre has sido leñador. ¿Acaso serviste alguna vez a un señor de rango?

El leñador, sonriente, respondió:
-No os equivocáis, señor. Aunque ahora vivo en las condiciones que veis, fui en otro tiempo persona de cierta distinción. Mi historia es la historia de una vida arruinada, y arruinada por mi propia culpa. Yo estaba al servicio de un daimyõ, y ocupaba un puesto nada desdeñable. Pero amaba en exceso las mujeres y el vino; e, incitado por la pasión, actué con malevolencia. Mi egoísmo provocó la ruina de nuestra casa, y también innumerables muertes. Mis males pronto se vieron compensados, y durante mucho tiempo fui un fugitivo en la tierra. Hoy ruego con frecuencia para expiar mi maldad, e intento erigir una vez más el hogar de mis ancestros. Aunque temo que jamás halle el modo de lograrlo. Trato, no obstante, de superar el karma de mis errores mediante un sincero arrepentimiento, y mediante la ayuda que pueda brindar a quienes padecen infortunio.

Kwairyõ, a quien agradó esta resolución de hacer el bien, díjole al aruji: -Amigo mío, he tenido ocasión de observar que los hombres, víctimas del frenesí en la juventud, pueden alcanzar en años posteriores una vida recta. En los sûtras sagrados está escrito que quienes abrazan el mal con más fervor pueden convertirse, si cuentan con una firme voluntad, en quienes con más fervor ejerzan el bien. No dudo de tu buen corazón; y espero que te aguarde una fortuna más favorable. Esta noche recitaré los sûtras en tu honor, y rogaré para que obtengas la fuerza que te permita superar el karma de tus errores pretéritos.

Con estas declaraciones Kwairyõ se despidió de su anfitrión; el aruji lo guió hasta un pequeño cuarto lateral, donde habían preparado una cama. Todos se durmieron salvo el sacerdote, quien comenzó a leer los sûtras a la luz de un farolillo de papel. Persistió en sus lecturas y plegarias hasta horas tardías; luego abrió una ventana de su pequeño dormitorio para contemplar por última vez el paisaje antes de acostarse. La noche era hermosa: no había nubes en el cielo, no había viento, y los acerados rayos lunares proyectaban nítidas y negras formas desde el bosque, y destellos de rocío desde el jardín. Grillos y cigarras ofrecían un unánime concierto, y el sonido de la cascada vecina se ahondaba con la noche.

Kwairyõ sintió sed al escuchar el rumor del agua; recordó el acueducto de bambú que había al fondo de la casa, y pensó que podía ir hasta allí para beber un sorbo sin perturbar a los que dormían. Corrió con suavidad la mampara que separaba su cuarto del aposento principal ; y vio, a la luz de la lámpara, cinco cuerpos recostados... ¡sin cabeza!

Por un instante quedó rígido de asombro, imaginando un crimen. Pero luego advirtió que no había sangre, y que los cuellos decapitados no tenían aspecto de haber sufrido un corte. Pensó entonces: “O bien se trata de una ilusión de origen diabólico, o bien me trajeron a la morada de un Rokuro-Kubi... En el libro Söshinki está escrito que si uno hallare el cuerpo de un Rokuro-Kubi sin la cabeza, y trasladare el cuerpo a otro lugar, la cabeza jamás podrá volver a unirse al cuello. Y también dice el libro que cuando la cabeza vuelva y descubra que cambiaron su cuerpo de lugar, golpeará tres veces en el suelo, rebotando como una pelota, con jadeos de temor, y morirá al instante. Ahora bien, si éstos son Rokuro-Kubi, querrán hacerme daño ; de modo que se justifica que siga las prescripciones del libro”.

Rokuro-kubi e Inugami, parte del Bakemono Zukushi, periodo Edo
Tomó el cuerpo del aruji por los pies, lo arrastró hacia la ventana y lo arrojó fuera de la casa. Luego se dirigió a la puerta trasera, que halló cerrada con una tranca; y advirtió que las cabezas habían salido a través de la chimenea del techo, que estaba abierta. Abrió la puerta con todo sigilo, salió al jardín y con suma cautela se dirigió hacia el huerto. En el huerto oyó un rumor de voces, y avanzó hacia ellas, al amparo de las sucesivas sombras, hasta que llegó a un buen escondite. Oculto detrás de un tronco, vio las cabezas -cinco en total- que revoloteaban y conversaban entre sí. Comían los gusanos y los insectos que hallaban en el suelo o en los matorrales. De pronto la cabeza del aruji dejó de comer y dijo:

.¡Ah, ese monje viajero que vino esta noche! Cuando lo hayamos comido, nuestros estómagos quedarán colmados... Fui tonto al hablarle de ese modo; así lo induje a recitar los sûtras por mi alma. Acercársele mientras recita sería difícil; y no podemos tocarlo mientras ore. Pero como ya está por amanecer, es posible que se haya dormido... Que uno de vosotros vaya a la casa y vea qué está haciendo.

Otra cabeza -la cabeza de una joven- se elevó y voló hacia la casa con la agilidad de un murciélago. Poco después regresó, y gritó con voz ronca y alarmada:

-El monje viajero no está en la casa. ¡Se fue ! Pero eso no es lo peor. Se ha llevado el cuerpo de nuestro aruji ; y no sé dónde lo ha puesto.

Entonces la cabeza del aruji -claramente visible a la luz de la luna- asumió un aspecto espantoso : los ojos se abrieron desmesuradamente, los cabellos se erizaron, los dientes castañetearon. Profirió un alarido brutal y -con lágrimas de furia- exclamó:

-¡Si se ha llevado mi cuerpo, no es posible volver a unirme a él! ¡Entonces debo morir!... ¡Y todo por culpa de ese monje! ¡Pero antes de morir lo encontraré, lo partiré en pedazos, lo devoraré!... Allí está... ¡detrás de ese árbol! ¡Está oculto detrás de ese árbol! ¡Ved al muy cobarde!

Y la cabeza del aruji, seguida por las otras cuatro, se arrojó en el acto sobre Kwairyõ. Pero el vigoroso sacerdote había arrancado un árbol joven para defenderse, y lo esgrimió contra ellas, golpeándolas con tenacidad. Cuatro cabezas huyeron, pero la del aruji, pese a los golpes recibidos, atacaba con desesperación al monje, y al fin le mordió la manga izquierda de su túnica. Kwairyõ, no obstante, la apresó sin vacilar por los cabellos y le pegó una y otra vez. La cabeza no le soltó la manga, pero emitió un largo gemido y al fin abandonó la lucha. Estaba muerta. Pero los dientes aún mordían la manga; y Kwairyõ, pese a su vigor, no pudo abrir las mandíbulas.

Con la cabeza aún aferrada a la túnica regresó a la casa, donde vio a los otros Rokuro-Kubi en cuclillas, con las cabezas maltrechas y ensangrentadas ya unidas a sus cuerpos. Pero, al verlo entrar por la puerta trasera, gritaron al unísono:

-¡El monje! ¡El monje!

Y salieron por la otra puerta, huyendo hacia el bosque.

Hacia el este se aclaraba el cielo; estaba a punto de romper el alba; y Kwairyõ sabía que el poder de los espectros se limita a las horas de oscuridad. Examinó la cabeza que le colgaba de la túnica, con el rostro embadurnado de sangre, barro y espuma. Y riéndose en voz alta, pensó para sí:

-¡Vaya miyagé! (4) ¡La cabeza de un duende!

Luego recogió sus escasas pertenencias y perezosamente descendió por la montaña para proseguir el viaje.

Siguió adelante hasta llegar a Suwa, en Shinano ; y caminó con solemnidad por la calle principal de Suwa, con la cabeza colgada del codo. Las mujeres se desvanecían, los niños gritaban y salían corriendo; y hubo tumultos y clamores hasta que la torité (así denominábase a la policía en aquellos tiempos) capturó al sacerdote y lo llevó a prisión.

Pues suponían que ésa era la cabeza de un hombre asesinado, quien, en el instante de su muerte, había apresado con los dientes la manga del asesino. En cuanto a Kwairyõ, se limitó a sonreír y a guardar silencio ante los interrogatorios. Así, luego de pasar la noche en la cárcel, fue conducido ante los magistrados del distrito. Éstos lo exhortaron a explicar cómo él, un sacerdote, había sido sorprendido con la cabeza de un hombre sujeta a su túnica, y por qué se había atrevido a exhibir su crimen ante el pueblo con tan poco pudor...

Kwairyõ se rió sin reservas ante estas preguntas; al fin declaró:

-Señores, yo no sujeté esta cabeza a mi túnica: se sujetó sola y contra mi voluntad. Y no he cometido crimen alguno. Pues ésta no es la cabeza de un hombre, sino la de un duende, y si causé la muerte de un duende, no fue sólo por derramar sangre, sino para tomar los recaudos necesarios para mi propia seguridad...

Y prosiguió con el relato de toda la aventura ; al narrar el encuentro con las cinco cabezas, profirió otra carcajada.

Pero los magistrados no se reían. Lo juzgaron un criminal sin miramientos, y su historia un insulto a la inteligencia de los jueces. Por tanto, sin más interrogatorios, decidieron ordenar su ejecución e inmediato. Sólo un anciano osó disentir. Este hombre no había hecho ninguna observación durante el juicio, mas, al escuchar la opinión de sus colegas, se incorporó y les dijo:

-Primero examinemos cuidadosamente la cabeza, pues creo que esto aún no se hizo. Si el monje ha dicho la verdad, la cabeza misma le servirá de testigo... ¡Traed la cabeza!

Y la cabeza, con los dientes aún hincados en la koromo de Kwairyõ, que éste se quitó de sus hombros, fue puesta a consideración de los jueces. El anciano la volvió una y otra vez, la observó escrupulosamente, y descubrió que había en la nuca extraños caracteres rojos. Llamó la atención de sus colegas al respecto, y también destacó que los bordes del cuello no presentaban huellas del filo de ningún arma. Al contrario, la línea divisoria era tan suave como la que separa una hoja amarilla del tallo que la sostiene. Dijo, pues, el anciano:

-Estoy seguro de que el sacerdote no nos ha dicho sino la verdad. Ésta es una cabeza de Rokuro-Kubi. En el libro Nan-hõ-ï-butsu-shi está escrito que siempre han de hallarse ciertos caracteres rojos en la nuca de un auténtico Rokuro-Kubi. Observad los caracteres: podéis ver por vosotros mismos que éstos no han sido pintados. Por lo demás, se sabe que hace tiempo que estos duendes habitan las montañas de la provincia de Kai... Pero vos, señor -exclamó, volviéndose a Kwairyõ-, ¿qué clase de sacerdote sois? Por cierto disteis prueba de un coraje que pocos monjes poseen; y antes tenéis el aire de un soldado que el de un religioso. ¿Acaso habéis sido samurai?

-Estáis en lo cierto, señor -respondió Kwairyõ-. Antes de ser sacerdote, me dediqué largo tiempo al servicio de las armas, y en esos días jamás temí a hombre o demonio alguno. Llamábame entonces Isogai Hêïdazaëmon Takétsura, de Kyûshû: acaso haya entre vosotros alguno que lo recuerde.

Ante el sonido de ese nombre, un murmullo de admiración colmó el tribunal, pues había muchos que lo recordaban. Y Kwairyõ inmediatamente se vio rodeado de amigos en lugar de jueces, amigos que ansiaban demostrarle su admiración mediante una gentileza fraterna. Lo escoltaron con honor hasta la morada del daimyõ, que lo recibió con festejos y no lo dejó ir sin ofrendarle un valioso presente. Kwairyõ, al irse de Suwa, era tan feliz como puede serlo un monje en este mundo transitorio. En cuanto a la cabeza, la llevó consigo, insistiendo jocosamente en que se trataba de un miyagé.

El monje budista Nichiren en la nieve de Tsukahara, Utagawa Kuniyoshi, 1840

Sólo nos queda referir lo que sucedió con la cabeza.

Uno o dos días después de alejarse de Suwa, Kwairyõ se enfrentó con un salteador, quien lo detuvo en un paraje solitario y lo obligó a desnudarse. Kwairyõ se quitó en el acto la koromo y se la ofreció al salteador, que entonces advirtió lo que colgaba de la manga. El ladrón, aunque no carecía de audacia, quedó estupefacto: dejó caer la túnica y saltó hacia atrás. Luego exclamó:

-¿Pero qué clase de sacerdote sois? ¡Sois peor hombre que yo! Es verdad que cometí asesinatos, pero jamás anduve con la cabeza de nadie sujeta a mi manga... Bien, Señor Sacerdote, veo que somos de la misma calaña, y debo declarar que os admiro...

Ahora bien, esa cabeza me sería útil: con ella podría atemorizar a la gente. ¿Me la vendéis? Os doy mi ropa a cambio de vuestra koromo, y os daré cinco ryõ por la cabeza.

Respondió Kwairyõ: -Te dejaré la cabeza y la túnica, si insistes; pero debo advertirte que ésta no es una cabeza de hombre. Es una cabeza de duende. De tal modo que, si la compras y luego te trae problemas, recuerda que no tuve intención de engañarte.

-¡Buen sacerdote sois! -exclamó el salteador-. Matáis hombres y luego lo tomáis a broma... Pero yo hablo en serio. Aquí está mi túnica y aquí está el dinero; dadme, pues, la cabeza... ¿De qué vale bromear?

-Tómala -dijo Kwairyõ-. Yo no bromeaba. Lo único gracioso de todo esto, si es que hay algo gracioso, es que seas tan necio como para pagar por una cabeza de duende.

Y Kwairyõ siguió su camino con grandes carcajadas.

Así obtuvo el salteador la cabeza y la koromo; y durante un tiempo jugó al monje fantasma en las carreteras. Pero, al llegar a las vecindades de Suwa, se enteró de la auténtica historia de la cabeza, y temió que el espíritu del Rokuro-Kubi pudiese perturbarlo. De modo que resolvió devolver la cabeza al sitio de donde provenía, y sepultarla con su cuerpo. Se abrió paso hasta la solitaria choza de los montes de Kai; pero allí no había nadie, y no pudo descubrir el cuerpo. Sepultó entonces la cabeza en el huerto y erigió una lápida sobre la tumba; luego hizo oficiar un servicio Ségaki por el espíritu del Rokuro-Kubi. Y esa lápida -conocida como la Lápida del Rokuro-Kubi- se conserva (así al menos lo declara el cronista japonés) aún en el día de hoy.

Hearn, Lafcadio (小泉八雲 Koizumi Yakumo). Kwaidan: Stories and Studies of Strange Things (Kwaidan, cuentos fantásticos del Japón), 1903. Traducción de Carlos Gardini. Madrid: Siruela, 1987.

Notas:
(1). El periodo de Eikyõ duró de 1429 a 1441 (N. de. A.)
(2). Tal es el nombre de la túnica de los monjes budistas (N. del A.)
(3). Trátase de una especie de pequeño hogar practicado en el suelo de una habitación. El ro suele ser una cavidad cuadrada, poco profunda, revestida de metal y medio cubierta de cenizas, en la que se enciende el carbón de leña (N. del A.)
(4). Ése es el nombre que recibe un regalo hecho a los amigos o parientes al regresar de un viaje. Por lo común, el miyagé consiste, como es natural, en algún producto de la localidad a la que se ha viajado: de ahí la broma de Kwairyõ (N. del A.)

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